Tras las
primeras aventuras de la vuelta a la manzana, el chico va ganando terreno a la
calle, en la medida de su crecimiento y sus responsabilidades.
Generalmente, los primeros
mandados le van haciendo sentir importante, y no hace más que repetir la rutina
impuesta por su mamá, es decir, concurrir al almacén, la carnicería, la
verdulería, el quiosco.
Así, el
chico va descubriendo por sí solo la geografía de su barrio. La vieja casona,
la casita del florido jardín, el suntuoso chalet, el taller del mecánico del
auto de papá, etc.
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El barrio
también tiene edificios importantes: El Jardín de Infantes, la Escuela , la Iglesia , la Comisaría , la Salita de Auxilios.
También hay
algunos talleres y fábricas: de calzado, de metalurgia, de ropa, “fábrica de
dulces”. Esta última, en particular, es considerada por el chico, el edificio
más interesante.
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La placita
del barrio guarda una fantasía especial. Desde las hamacas al sube y baja, y
del tobogán al arenero, un jeroglífico de pisadas trazan el claro mapa de
infinidad de correrías y travesuras. Allí, la pequeña sociedad, se da cita con
sus kartings, triciclos, bicicletas, y
también con sus Barbis y sus Peponas, figuritas, trompos y bolitas... y la
infaltable pelota, y la soga de saltar.
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Sin conocer
mucho aún el valor del tiempo, observa que a cada rato una mole de color con un
número en su frente dobla en una esquina. Es el colectivo, ese mundo de 20
asientos, en el que una vez Migré transportó a las señoras en su novela. De él
suele bajar la tía cuando viene de visita. En él sube con mamá y papá cuando le llevan de paseo.
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La calle más
importante del barrio es “la avenida”.
Una calle de doble ancho, por la que anda todo el mundo apurado, y se mezclan
los autos con los camiones y las motos y los micros y la gente que quiere
cruzar y que no puede y... ¡Ufff! ¡¡¡Qué sofocón, qué carrera!!!
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Y el barrio
tiene también el castillo de una princesa. (El de la vecinita de enfrente). Una
princesita con un montón de trencitas chiquititas, y unos ojitos divinos, por
quien son varios los “nobles” que pretenden su mano, para salir a comer
pochoclos, en tanto se dan unas cuantas vueltas en calesita.
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¡La
calesita! Maravillosa “amarilla rueda de caballos y leones”, como la describiera
Borges, que sirve para ir a cualquier parte. Fantasiosa máquina, como no hay
dos, que puede viajar a través del tiempo y las distancias, según monte un
caballito, un auto de carrera, una lancha, o los brazos de mamá, sujeta a un
parante y disputando como una nena más, por el trofeo de la sortija. Todo ello
al tiempo de la musiquita que de ella fluye.
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El barrio,
mí barrio! La gente, su gente, la mía: Papá y mamá, la seño’, los vecinos, el
cura, la doctora, los vigilantes del patrullero, el señor de la farmacia, el
calesitero...
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Y así el
chico va aprendiendo a conocer el mundo, un mundo que al ir creciendo cobrará otras
inevitables dimensiones, un mundo que tal vez cambiará por otro, cercano o
distante, pero que ni el correr de los años logrará disolver en el olvido “el
auténtico primer mundo de su niñez”.
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El barrio,
mi barrio! El mismo que este “recopilador” camina, escuchando viejas historias
de cuando surgieron las primeras casitas. Historias de pioneros y campos
domados, a fuerza de sacrificios y de trabajo. Memorias de abuelos, raíces que
echaran para el chico de hoy.-
E.R.
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